Lo primero que hicimos en el nuevo negocio fue vender todo lo que de alguna manera era vendible.
Luego, el Sr. Juch von Wertheim, de Berlín, nos dejo (a nombre de Pujol, para no quedar mal con la Anónima), un surtido de muestras que nos vino muy bien.
Pujol también nos consiguió los saldos de la tienda de su cuñado Washington Jones, en Gaiman y compramos lo que quedaba de la tienda de Ciolfi, en Comodoro Rivadavia. Si bien había algunos “clavos”, como eran tiempos de guerra, a pesar de todo aumentamos el surtido.
También vinieron los viajantes, a quienes conocíamos desde hacía años y nos ofrecieron sus surtidos de muestras a cambio de pedidos.
Finalmente, la cosa empezó a marchar: Frieda me ayudaba fiel y valerosamente. Pero ahora vino la repercusión en mi salud que no había salido indemne de tantos problemas. Dormía afuera, en la galería, debajo de las enredaderas, para encontrar tranquilidad y poder distenderme, porque un comercio impone una buena cantidad de exigencias.
Así pasaron los años: el 20 de febrero de 1917 nació Friedita; hacía tanto calor que las velas encendidas se doblaban y amenazaban incendiar el revestimiento de madera. El 09 de junio de 1918 nació Wilhelm “el último”; la nieve lo cubría todo.
En 1919 tuve que ir a Buenos Aires porque se me había inflamado una glándula de la garganta y los médicos de Chubut no sabían qué hacer. El problema del exceso de pasajeros en el vapor seguía igual, pero el Capitán Jantzen me ofreció gentilmente el sofá de su camarote para que durmiera allí. Me operaron en el Hospital Alemán, en 3. Clase, porque no había lugar en ninguna parte. Cuando me dieron de alta, me hice socio de la Mutual del Hospital Alemán (DKV) por $ 3.- al mes. Como entrevisté al Presidente, Sr. Pahlke, para que considerara la asociación grupal de la Unión de Residentes Alemanes de Chubut (Deutsches Volksbund) estaba muy interesado en saber cómo era la atención en la 3. Clase. Le hablé de la excelente atención recibida por lo que se mostró muy complacido. Me dijo que frecuentemente le llegaban quejas, pero que a pesar de las investigaciones realizadas, nunca se había podido comprobar si respondían a la realidad.
Antes
de seguir escribiendo tengo que añadir que al estallar la guerra, los dos
vapores alemanes “Bahía Blanca” y Nauplia” se habían refugiado en el puerto de
Madryn. Todos nos habíamos hecho buenos amigos. El capitán del “Bahía Blanca”
murió cuando, en compañía de un grumete, quería acercarse a tierra en un
pequeño velero. Una ráfaga debe haber volcado la embarcación. Al parecer quiso
salvarse nadando pero probablemente sufrió un infarto. El grumete llegó a
tierra sólo al cabo de varios días. Hubo grandes manifestaciones de pesar de la
población que lo acompañó a su última morada.
La guerra había terminado y perdido. Los vapores fueron remolcados. La tripulación no tenía mucha confianza y había tirado parte de las máquinas por la borda. Los despedimos con sentimientos encontrados.
Aparte de una tarjeta postal del tío Karl Klüver que daba la noticia de que la querida mamá Klüver había muerto de su mal del corazón (1915), estuvimos durante años sin noticias hasta que el viajante Pagola se ofreció a solicitar informaciones de “alla” en Buenos Aires, a través de una Oficina de Informaciones que funcionaba en el Palacio Real, en Madrid. Al cabo de unos 2 meses, llegó un telegrama de Buenos Aires: “Todos los que fueron a al guerra volvieron a salvo; Su padre falleció en noviembre 1918; su madre muy enferma” (Krieger alle wohlbehalten zurück, Ihr Vater starb November 1918; Ihre Mutter schwerkrank). Fue un duro golpe: mi padre no había querido comer comida que según el plan de racionamiento, no le correspondía, si bien le mandaban alimentos de Haarberg. El fin de la guerra lo encontró debilitado; la revolución o el gobierno socialista no iba a poder pagar las jubilaciones. Un resfrío se convirtió en pulmonía y se lo llevó. Mi madre estaba en tratamiento desde hacía muchos años por un cáncer de mama, era objeto de ensayos en el Hospital de Eppendorf y sin embargo, sobrevivió a papá. Destino de emigrantes, ni Frieda ni yo volvimos a ver a nuestros padres.
La casualidad quiso que durante mi viaje a Buenos Aires me ofrecieran la tienda “La Alemana” en Comodoro Rivadavia. Desde hacía algún tiempo considerábamos la idea de que nuestros hijos crecieran en Buenos Aires y fueran a una escuela alemana. Acepté el ofrecimiento, me aseguré el apoyo de nuestro amigo Alfred Völsch, a quien conocíamos a través de Hans Oetken, y me fui directamente a Comodoro Rivadavia, acompañado de un antiguo empleado de la Compañía Mercantil Chubut en Madryn. Todo anduvo bien. Pude volver a Madryn con un auto de Lahusen & Cía. que iba a buscar al jefe Sr. Gröne a San Antonio. Tardamos casi tres días.
Ahora
empezamos a hacer planes para el traslado a Buenos Aires. Un vasco-francés de
nombre Baigorri se mostró dispuesto a hacerse cargo de la Tienda Madryn. Era
una decisión difícil, pero yo estaba dispuesto a aceptar sacrificios y esperaba
poder manejar ambos negocios desde Buenos Aires.
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